Mirando como un idiota (catálogo de IKEA en mano) e intentando abrir (sin éxito alguno) una extravagante banqueta con compartimento ultra-secreto (escáner de retina) para el almacenamiento de zapatos y mecanismo más simple que el de un chupete, recibo llamada telefónica de "P" y me dirijo raudo hacia la urbe (tazón de cereales bajo el brazo, en sustitución de la barra de pan). Tras una hora y media no demasiado interesante, me veo duchado (comme les liegoises après la Saint-Toré une fois par anné) e inmovilizado en una especie de restaurante chino con comidas de diseño hechas a base de arroz y de ojete con arroz (y arroz con ojete) que la camarera parece estar recolectando de la Albufera valenciana. A los 10 minutos de habernos prometido el chupito de la casa (¿de la casa de quién?) y con la boca como el Sahara, cual si comiese cucharadas de arena en la Manga del Mar Menor, me imagino a la camarera y a su peinado imposible (gracias N.V.) razonando con el lagarto e intentando convencerlo de que entre en la botella de granadina del mercadona.
Veinte minutos después suenan Alaska y Dinarama. Creo que a mi hermano le han derramado una cerveza encima. Y es que el mundo en que vivimos es una contradicción. Quiero comerme toda tu vida. Traspasar la frontera de este Verano Fatal.
("Precio de amigo" - J.)
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